Soledades digitales. Retratos de la multitud

asúmelo

Estimado, o no:

Como me has caído fatal, te voy a explicar mi vida. No lo suelo llevar a cabo con quien no he compartido ni un café pero estaré encantado de hacer una excepción. Los viernes son mi día semanal de museos. Por la mañana suelo visitar alguna exposición, ya sea de pintura, fotografía o vídeo arte. Ayer decidí repetir una visita al Palau de la Virreina de Barcelona donde ahora mismo se proyectan trabajos de la videoartista americana Natalie Bookchin. Bajo el título “Retrats de la multitud”, la creadora neoyorquina analiza los efectos que generan en las personas las redes sociales y nuestra fe ciega en sus capacidades. Natalie Bookchin se dedica a recopilar vídeos confesión que personas anónimas dejan en YouTube o en videoblogs. Con un montaje perfecto y la división de la pantalla en decenas de pequeños recuadros, explora temas como la confesión de la homosexualidad, la experiencia de ser despedido de un trabajo o la medicación psiquiátrica que toman estas personas. Las sensaciones que el espectador obtiene del visionado de estos vídeos son desoladoras. Y es que la red se ha convertido en un confesionario público, en el que la esfera de nuestra intimidad ha roto todas las barreras para convertirse en un ágora universal de obsesiones, fracasos, miserias y experiencias traumáticas. Estamos ante la gran pantalla en la que podemos entrar y salir del alma de las personas sin pedir permiso, con la colaboración de una tecnología que facilita un consumo fácil de esos dramas diarios. Hay mucha soledad en esos vídeos. Y me sorprende cómo esos seres humanos parecen encontrar alivio en la exteriorización de sus secretos o de sus pequeños o grandes naufragios. Así, las redes sociales se han convertido en una especie de psicoterapeuta de guardia las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana. Mark Zuckerberg, Jack Dorsey y los grandes gurús de las redes sociales han sabido leer perfectamente las necesidades de afecto en este inicio del siglo XXI.

Tuve una sensación agridulce viendo los trabajos de Natalie Bookchin. Por una parte, la satisfacción de un trabajo audiovisual impresionante. Sin embargo, también me visitó la sensación de que algo se nos ha perdido por el camino. Dicen que cuando la tecnología te da algo, también te quita otra cosa. En este caso creo que hemos perdido sobre todo la intimidad y la humanidad. Son dos caras de una misma moneda. La intimidad, a causa de la exposición pública, y la humanidad debido al anonimato. Todo dependerá del uso de las redes sociales.

Yo en las redes sociales quería ser anónimo porque mi ego es bastante limitado pero, sobre todo, pretendía utilizar ese anonimato con responsabilidad con la única intención de alimentar de contenidos mi blog. Escribir desde la libertad, con sinceridad, llenar el mundo digital de palabras, verter mis pensamientos o sentimientos en la red, se había convertido en mi diálogo con la vida y con la creación literaria. Sin embargo, pronto descubrí que el anonimato (aunque también la fama) se utilizaban como herramientas para verter odio, para diseminar con forma de comentarios la innata capacidad con la que cuentan algunos para insultar, menospreciar o poner en práctica todas las fobias inventadas por la mente humana.

¿Somos todos posibles personajes en un vídeo de Natalie Bookchin? ¿Necesitamos la mirada de la persona que está detrás de la pantalla para afirmar que existimos o para dotar de valor nuestra identidad? ¿Qué vacíos llenamos en nuestra vida llamando nazis a tipos que no conocemos? ¿Necesitamos negar la divergencia con mala educación para confirmar que somos algo más que una masa encefálica, colesterol y una calvicie incipiente?

Somos hipervisibles, estamos hiperconectados, somos bombardeados diariamente con cientos de imágenes, tuits, insultos, impactos publicitarios, ideológicos… Somos la generación de los likes y los retuits, las múltiples pantallas y las soledades digitales. Somos los cachorritos de un sistema que nos da píldoras de afecto en forma de seguidores a cambio de nuestra intimidad. Quid pro quo. Cuando algo es gratis, es que el producto eres tú.

Al final, el reto es la producción de contenidos que nos humanicen y que nos recuerden diariamente nuestra empatía y que más allá de las diferencias hay un espacio que compartimos. Siempre que escribo pienso que mis textos pueden como máximo iluminar los rostros de quienes me lean. No voy a cambiar el mundo. Sólo regalo dos minutos de palabras. Mi proyecto vital no gira en torno a volcar mi ira o a llamar nazi al primero que se cruza en mi camino. Mi proyecto vital gira en esos viernes por la mañana, solo, en una sala de museo, conectando mis carencias con el alma creativa de otras personas que recargan mis baterías de esperanza en el ser humano. Y lo valoro mucho. No. No soy nazi. Sólo soy un tipo tan desorientado como tú.

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