
La psicología social, de forma genérica, describe la maldad como “el daño intencional, planeado y moralmente injustificado que se causa a otras personas, de tal modo que denigra, deshumaniza, daña, destruye o mata a personas inocentes”. No todas las maldades son iguales. Por una parte, está la maldad extrema, que se sitúa fuera de la moralidad y de cualquier espacio con valores humanos: terrorismo, guerras injustas e ilegales basadas en mentiras, genocidios, violencia de género, etc. Pero después hay una maldad cotidiana, diaria, que invade espacios públicos y con la que convivimos en todo momento. Aún así, no debemos rendirnos ante esa maldad de media intensidad ya que intoxica la convivencia y puede ser el detonante de futuras maldades extremas.
Según Ervin Staub, profesor emérito de psicología en la Universidad de Massachusetts, para hablar de maldad se deben dar conjuntamente las siguientes características:
Son acciones intensamente dañinas, que implican dolor, sufrimiento y pérdida de la vida o de potencial personal y humano.
Reacciones ante un estímulo desencadenante que el agente percibe como adverso –ataque, amenaza o frustración.
Son conductas extremadamente dañinas, que resultan desproporcionadas con respecto a cualquier provocación.
La cualidad distintiva de la maldad es su duración o repetición en el tiempo. Todo ello ocurre cuando el agente excluye moralmente al otro y lo convierte en prescindible o irrelevante.
Al final, esa maldad de media intensidad, diaria, cotidiana, se convierte en el cuento de la rana a la que se sumerge en agua a temperatura ambiente mientras no percibe el continuo aumento de temperatura hasta que muere.
La maldad cotidiana dialoga con el racismo, la xenofobia, la homofobia, el machismo y, sí, también con la catalanofobia. Porque, de acuerdo, los Pablo Casado de turno no se ponen capuchas blancas y queman cruces, pero con sus manipulaciones y sus mentiras van llenando lentamente el depósito de odio, van señalando a colectivos, van minando la confianza de los padres en los profesores y van situando cualquier elemento cultural relacionado con Catalunya bajo sospecha, como si sentirse catalán y proteger la lengua catalana fuese un crimen.
También la pasividad forma parte de la maldad cotidiana. Los libros de Historia quizás no incluyan fotos de personas que decidieron abstenerse de denunciarla, pero integran una masa anónima a la que, o bien no perjudican las mentiras, o bien son la gasolina que hace mover el motor de sus intereses, aunque sea bajo el diluvio del odio. El silencio cómplice, el más ruidoso de todos.
Pablo Casado, candidato a presidir un país de 47 millones de personas, ha puesto el foco sobre un colectivo de 71.000 profesionales de la enseñanza, nos ha señalado, nos ha estigmatizado, nos ha convertido en monstruos que torturamos a niños, sin pruebas, sin denuncias directas en un juzgado. Ha puesto encima de la mesa su mierda intelectual y ha encendido el ventilador. Y eso solo tiene una respuesta: el ejercicio de la maldad cotidiana, lenta, a veces hasta imperceptible, pero efectiva.
Es evidente que la agresividad resulta más explícita. La violencia es visual, llega a las retinas directamente, impacta en nuestro cerebro con total efectividad. Las palabras, que siempre remiten al pensamiento abstracto, son más sutiles. Permiten que entre en juego la imaginación y alimentan los fantasmas de una sociedad que ya ha sido entrenada en la catalanofobia desde hace años. ¿Cuántas personas, después de escuchar a Pablo Casado, habrán imaginado a un niño haciéndose pipí encima porque un profesor catalán le ha obligado a hablar en catalán? ¿Y cuántas personas encontrarán justificado en el futuro que se envíe la Guardia Civil a los colegios para obligar a los profesores ha impartir un 25% de clases en castellano? Y es que, no estamos hablando de una sentencia judicial, de la invasión de competencias o de que una vez más las leyes catalanas reciban una nueva dosis de españolidad. Estamos hablando de la mentira como motor de estereotipos, marginación y respuestas contundentes, por no decir violentas, contra colectivos vulnerables. Observemos qué dice el artículo 510 del Código Penal:
Serán castigados con una pena de prisión de uno a cuatro años y multa de seis a doce meses:
a) Quienes públicamente fomenten, promuevan o inciten directa o indirectamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo, una parte del mismo o contra una persona determinada por razón de su pertenencia a aquél, por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, enfermedad o discapacidad.
Ya basta. Basta de piromanía social. Basta de mentiras. Basta de hacer daño. Basta ya de esta maldad cotidiana con la que muchos nos negamos a convivir. Basta ya de aprendices de Goebbels con sueldo público, de periodismo irresponsable y de esos ejercicios cotidianos de maldad. Ser profesor catalán no es un delito. Que la sociedad catalana mayoritariamente siga dando el visto bueno a la inmersión lingüística no es un delito. Sentirse formar parte de otras identidades que se alejan del relato oficial no es un delito. Fomentar el odio, sí es un delito.
Prometo fer-te riure si em segueixes a les xarxes socials (fes un click):
You must be logged in to post a comment.