Estimado, o no:
Todos aquellos a los que nos gusta la lectura tenemos una lista mental de libros favoritos. Incluso recordamos párrafos o frases que, de una manera u otra, han marcado nuestra relación con el mundo o con nosotros mismos. El párrafo que leerás a continuación pertenece a “El guardián entre el centeno” de J.D. Salinger y durante muchos años me ha acompañado en un pequeño cajón del subconsciente que se ha abierto cuando la vida se me ha antojado caprichosa, cruel o indescifrable.
“Una vez que dejes atrás todos los señores Vinson, comenzarás a acercarte, si es eso lo que quieres, y lo que ansías, y lo que esperas, a un tipo de conocimiento muy querido por tu corazón. Entre otras cosas, verás que no eres el primero a quien la conducta humana ha confundido, asustado, y hasta asqueado. Te alegrará y te estimulará saber que no estás solo en ese sentido. Son muchos los hombres que han sufrido moral y espiritualmente del mismo modo que tú ahora. Felizmente, algunos de ellos han dejado constancia de su sufrimiento. Y de ellos aprenderás si lo deseas. Del mismo modo que alguien aprenderá algún día de ti si tienes algo que ofrecer. Se trata de un hermoso acuerdo de reciprocidad. No se trata de educación. Es historia. Es poesía”.
Este párrafo, que corresponde a un diálogo entre el protagonista y su profesor, contiene a mi modo de ver una pista sobre eso que hemos llamado “sentido de la vida” y que Monty Python, por cierto, convirtió en una gran película. ¿Cuál es el sentido último de la vida? Ni idea. Sinceramente, no lo sé. Sospecho que es algo personal e intransferible y que admite todo tipo de respuestas. Te diría que en mis cincuenta y dos años de experiencia como ser humano, que se ve acompañado de otros 7650 millones de personas, he aprendido a desmitificar todo cuanto somos y a ver ese sentido trágico que tiene: lo de la fecha de caducidad que llevamos en el envase. Pero más allá de ese gran spoiler que es que un día indeterminado, a una hora cualquiera, nuestro corazón late por última vez, dejando atrás maravillosos recuerdos en otras personas o un enorme descanso en ellas (que también puede ser) no sé nada más. Eso sí, igual que Holden Caulfield, el protagonista de “El guardián entre el centeno” he sentido muchas veces el aliento del abismo, el miedo al futuro, la insignificancia de una vida que no siempre dialoga con el sentido y la lógica. Bueno, él es más cabroncete (o no) ¿Y qué he hecho en esos momentos? Fácil: buscar. He buscado en lugares, en libros, en películas, en canciones, en ese maravilloso arte de encerrar espacios que es la arquitectura. ¿Por qué? Porque tengo la intuición de que estamos rodeados de millones de Holden Caulfields, entre otras cosas porque cuando uno es mínimamente sensible ante el hecho de vivir, es casi obligatorio querer buscar alguna respuesta en otras personas, aunque a veces no las comprendamos. Y no me refiero al hecho de comer, respirar, defecar, tener sexo o dormir. Hablo de vivir, de que nuestro paso ante este espacio y tiempo, sea algo interesante, como consumidores de experiencias o como agentes que las provocan.
Para entender la cultura, cualquiera, hay que saber desligar la religión del arte. Es cierto que la religión, en la teoría y, sobre todo, en la práctica, ha generado grandes tragedias humanas, en forma de guerras, de castraciones emocionales, de excusas para que el poder se materialice de la manera más inhumana. También ha ayudado a muchas personas a encontrar respuestas, un equilibrio, una manera de seguir viviendo con esperanza. Más allá de la religión, seguramente muchas personas buscan cosas parecidas en otras actividades. Pero no quiero entrar en el debate de la religión. Lo que trato de explicar es que uno puede ser ateo, profundamente ateo, y que le recorran el cuerpo escalofríos al entrar en la Capilla Sixtina, o ante la obra de Caravaggio, o escuchando el Mesías de Haendel. Porque lo que hay detrás de esa obra genial son Holden Caulfields buscando respuestas. Y da igual si fue en el siglo XV, en el XVII o en la actualidad. Está el arte, el placer estético, la belleza, el legado de personas tan desorientadas o tan clarividentes como lo podemos estar nosotros.
Cuando uno entra en una catedral gótica, una de las cosas que sorprenden es la altura del edificio. Era su manera de intentar alcanzar el cielo, de estar en contacto con Dios. Si uno mira los cuadros de Caravaggio, verá que en muchas ocasiones un rayo de luz cruza en diagonal la escena. Esa luz es Dios. Dios hecho luz. El Cristo victorioso del románico, por ejemplo del Pantocrator de Sant Climent de Taüll, ese EGO SUM LUX MUNDI, es muy diferente del Cristo barroco, crucificado, sanguinolento. Son maneras diferentes de ver la religión, marcos mentales separados por décadas. Y eso nos permite, de alguna manera, comprender la relación que esas personas tenían con el mundo que les rodeaba. ¿No es genial? Si a eso le sumas el placer estético, la experiencia es completa.
En resumen, respeto que entres en una basílica, te cagues en Dios y te saques la churra para hacer un ventilador de carne, pero si después tienes un minuto, recorre las naves; si cuenta con un deambulatorio, date un paseo por él; observa las capillas, aspira el aire que te envuelva, alza la mirada y cuestiónate cómo lograron construir eso sin ordenadores; hazte preguntas sobre quiénes levantaron ese edificio y por qué, siéntete pequeñito en la Historia, un segundo, un instante. En fin… yo qué sé. Ojalá pudiera decirte de qué va la vida.
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