Se llamaba Pancracio Anacleto, era catalán y siempre quería caer bien a todo el mundo. A sus cuarenta años aún no había averiguado qué era lo que le ocasionaba más problemas: llamarse como su padre, haber nacido en Catalunya o querer caer bien a todo el mundo. En todo caso, un día intuyó que si se dedicaba a intentar caer bien a los 7.500 millones de habitantes del planeta, lograría que los catalanófobos se olvidasen de su origen y que, de rebote, nadie se interesase por su verdadero nombre cuando él decía que se llamaba Leto.
Pancracio Anacleto tuvo un día una revelación, una especie de epifanía digital al darse cuenta de que las personas que más likes tenían en Twitter eran las que más solidarias se mostraban con las causas ajenas. Decidió entonces que su vida se encaminaría a solidarizarse con todo tipo de movimientos sociales, políticos, económicos, deportivos o religiosos. También optó porque se visibilizase esa filantropía universal llenando sus cuentas en las redes sociales con mensajes de apoyo a lo que fuese. Así, en poco tiempo pasó de ser un tuitero con pocos seguidores a convertirse en todo un tuit star. Su Instagram se llenó de fotos de manifestaciones, algunas antagónicas. Apoyó el feminismo pero también se le vió en manifestaciones de VOX. Se apuntó a una concentración en apoyo al colectivo LGTBI pero en un momento de despiste se unió a un grupúsculo de homófobos en contra de la igualdad. Solidarity man, que era como empezaba a ser conocido en internet, llenó su cuerpo de lazos de todos los colores: amarillos, en apoyo a los presos políticos catalanes; rojigualdas, como afirmación de españolidad; violetas, para mostrarse feminista; naranjas en contra del maltrato animal; azules, para mostrar su solidaridad con los enfermos de próstata; rosas, con la intención de dar apoyo a las enfermas de cáncer de mama y negros por si se había muerto algún famoso últimamente y le hubiera pillado despistado. Se le vio en manifestaciones a favor de los tibetanos, de los palestinos, del pueblo saharahui, de los kurdos, de los independentistas escoceses y en contra de la matanza de ballenas, focas y delfines, del cambio climático y del uso de transgénicos. Apoyó con la misma energía a los taxistas y a los conductores de UBER; se mostró a favor y en contra del uso de los patinetes en la vía pública y dedicó su tiempo libre a firmar a favor y en contra de todo lo que pudo en Change.org (con su correspondiente publicación en Facebook, evidentemente). En todas las Diadas se puso su camiseta de colores y su estelada a modo de capa. Y en todos los 12 de octubre se quedó afónico cantando el “Viva España”. Pancracio Anacleto no disponía de tiempo para otras actividades que no fuesen solidarizarse absolutamente con todo. Para acabar de redondear su filantropía extrema, charlaba animadamente con todos los chavales de las ONG que con sus chalecos de colores le abordaban por la calle, en vez de regatearles como hace Messi en busca de la portería. Huelga decir que ya no quedaba ONG con la que no colaborase.
Como catalán se sentía especialmente inclinado a intentar caer bien a los vascos. “Estos son los únicos que nos comprenden” pensaba cada vez que escuchaba a un vasco en un lunes, martes o miércoles, que eran sus días indepes. Y es que los jueves, los viernes y los sábados quien le provocaba una metafórica caída de baba era el constitucionalismo. El domingo descansaba ya que se sentía más equidistante. Era cuando veía vídeos de Jordi Évole, escuchaba grabaciones antiguas de Carles Francino y lloraba con los vinilos de Joan Manuel Serrat, el de “por la libertad, sangro, lucho y pervivo”.
La vida de Pancracio Anacleto se fue complicando. Las feministas no le perdonaron la foto con Santiago Abascal; los de las nuevas generaciones del PP le abuchearon en un míting del partido cuando publicó su selfie en las inmediaciones de Lledoners y los tibetanos le hicieron escraches con mantras a 140 decibelios delante de su casa cuando supieron que cada domingo comía rollitos de primavera, Chop Suey y ternera con salsa de ostras en un restaurante chino. Así, un día tuvo una segunda revelación: ¿y si dejaba de intentar caer bien a todo el mundo? ¿Y si seleccionaba con qué causas debía solidarizarse sin que nadie le hiciese sentir mal por no expresar su apoyo a otras? Al fin y al cabo, si fuese por la gente que presume de su empatía en Twitter, lo más lógico sería que las calles estuviesen colapsadas en favor de los miles de movimientos que hay ahora mismo en el mundo. Se dio cuenta entonces Pancracio Anacleto que optar por ganar el Premio Nobel de la Paz en Twitter era una tarea estúpida y que quizás, sólo quizás, ser buena persona con la gente que le rodeaba y apuntarse de vez en cuando a causas en las que lo único que podía ganar era sentirse bien consigo mismo, ya parecía suficiente para pasar por este mundo con algo de dignidad. Desde entonces, Pancracio Anacleto, Leto para sus verdaderos amigos, no se siente obligado a intentar caer bien por el hecho de ser catalán. Ni siquiera a los vascos.
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