Hablemos de los jóvenes catalanes

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Sé que no es bueno hablar en nombre de otros. Soy consciente del riesgo que corro. Por lo tanto, te invito a que abandones este texto en este mismo punto si crees que un cincuentón, que llevaba hombreras en los 80, no puede hablar de los jóvenes actuales. Porque hoy voy a hablar de los jóvenes catalanes. ¿De todos? No, por supuesto. Voy a hablar de los que, según el Baròmetre d’Opinió Política realizado por el Centre d’Estudis d’Opinió, formaban parte en el 2016 del 56,6% de los jóvenes entre 18 y 29 años que se sienten más catalanes que españoles, o sólo catalanes, respecto al conjunto de la población juvenil. Invito a los haters que lean este artículo a que escriban sobre el resto. Por cierto, la cifra de estos jóvenes era en el 2005 del 46,4%. Algo habrá sucedido en este tiempo para que aumente más de diez puntos. Ana Rosa Quintana no te lo explicará.

No hace falta ponerle mucha imaginación para adivinar que una parte importante de ese 56,6% está enfadada. Y no es necesario leer muchos libros de Historia contemporánea para comprender que cuando se vacían las aulas y se llenan las calles de jóvenes que protestan, es que algo falla en el sistema. El pasado nos enseña que siempre hay grupos sociales que luchan por conservar sus privilegios y otros que dedican sus esfuerzos a tener una vida mejor. Porque queda claro que presente y futuro entran en numerosas ocasiones en contradicción y cuando el presente se obstina en restar futuros, es lógico que los jóvenes se rebelen. Al fin y al cabo, es el lugar en el que vivirán el resto de su larga vida.

Imaginemos un joven de 18 años. En el 2006, cuando el PP presentó 4.028.000 firmas contra el Estatut catalán, ese joven tenía cinco años. Con cinco años, el interés en la política es más limitado que el interés de Álvaro de Marichalar por el arte contemporáneo. Sin embargo, en alguna comida familiar quizás pudo escuchar por la tele a Mariano Rajoy decir: “lo que es España no lo pueden decidir diecisiete Estatutos de autonomía diferentes, sino que tienen que decidirlo el conjunto de los españoles”. Con cinco años de edad, alguien le estaba diciendo que su vida dependía del “conjunto de los españoles” y, mientras estaba pensando en acabar pronto de comer para jugar un rato con la Game boy, ese mismo señor afirmaba que Catalunya no era una nación.

En el 2010, cuando el Tribunal Constitucional anuló 14 artículos del Estatut, que había sido votado por los catalanes, y reinterpretó 23 preceptos, ese niño tenía nueve años. Según ese Tribunal “carecen de eficacia jurídica interpretativa las referencias del preámbulo del Estatuto de Cataluña a Cataluña como nación y a la realidad nacional de Cataluña”. Con nueve años se sentía catalán, una identidad catalana se iba formando en su interior. Sospecho que algo parecido le debe suceder a un niño de Palencia con la identidad que considere oportuna. Lo sé, quizás me arriesgo demasiado y ese niño de Palencia se considera ciudadano del mundo; ni de izquierdas, ni de derechas; filántropo y amante de la paz universal como Albert Rivera.

Las calles se llenan de esteladas. Mucha gente se siente expulsada de un proyecto llamado España (ahora sí que puedo hablar por mí mismo). Ese niño asiste (o no) a la Vía Catalana. 2013. Ya tiene 12 años. Aumenta la catalanofobia. Las redes sociales se llenan de insultos a los catalanes (es un hecho irrefutable, no es una opinión). Y vienen más Diadas, más performances, sonrisas (sí, las había), color y sentimientos de identidad nacional que no tenían nada que ver con otros. Los pirómanos sociales ven un target, una oportunidad de mercado electoral. Alzan barricadas. Ponen los mecanismos del Estado al servicio de la represión. Una, grande y libre. España una y no cincuenta y una. Mira tu DNI.

1 de Octubre de 2017. Nuestro joven ya tiene 16 años. Adolescente. Le damos redes sociales para que los likes le digan que existe, que alguien le mira, que tiene un lugar en el mundo aunque sea virtual y en ese mismo espacio haya publicidad patrocinada de una casa de apuestas deportivas. Ese joven entra en Twitter y ve cargas policiales, violencia institucional. Quizás sus padres, un amigo, un vecino o un conocido resulta herido por esa policía. El mundo le dice que poner un papelito en una urna puede salir caro.

Lo que sucede en los próximos meses, no lo entiende. Políticos presos. Activistas sociales presos. Poner urnas o disolver manifestaciones subido a un coche de la Guardia Civil te lleva a la cárcel. Y continúa viendo cosas que no entiende, no es lo que le explican en el instituto sobre la democracia. Sabe que se pueden votar determinadas listas electorales, que están perfectamente validadas por la Junta Electoral, pero después descubre que tras las elecciones algunos políticos no pueden ocupar su escaño, ni en el Parlament, ni en el Congreso, ni en el Senado, ni en el Parlamento Europeo. “¿Qué ha pasado? No entiendo nada”, se debe preguntar.

Octubre del 2019. Lleva escuchando desde los cinco años que eso de ser catalán parece que molesta un poco, que si no agacha la cabeza y mira baldosas, si no pasa por el aro, no está ni dentro, ni fuera. Vive en un mundo virtual. Se siente más catalán que español o, incluso, sólo catalán. Pero esos sentimientos, esa identidad nacional tan legítima como otras, no cabe en determinados imaginarios colectivos.

Y se empieza a hablar de una nueva crisis económica. Ya le han dicho cómo fue la anterior. La reforma laboral llegó para no irse, la ley Mordaza continúa, los que hablan de diálogo no saben pactar entre ellos para formar gobierno, vuelve la policía nacional y la Guardia Civil a Catalunya, fake news que lo criminalizan, los pirómanos sociales con americana y corbata siguen vertiendo gasolina al fuego… La realidad muerde.

La vida quizás sea al final una cuestión de espacios. Los espacios están ahí y se pueden llenar con muchas cosas. Lo que no debe suceder es que esos espacios se ahoguen, que cada vez pierdan más capacidad para la esperanza, el futuro o la libertad de una identidad propia, no impuesta. Dijo John Fitzgerald Kennedy que “los que hacen la revolución pacífica imposible, harán inevitable la revolución violenta”. Por eso conviene abrir espacios, es necesaria la humildad, el reconocimiento del otro. Abramos espacios. No ahoguemos a la juventud. No lo merece. No tiene la culpa de nuestras derrotas.

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