Estimado, o no:
Hay una escena de la maravillosa película “El pequeño Tate” que siempre me ha fascinado. La profesora escribe en la pizarra varios números y formula una pregunta a la clase: ¿cuántos de estos números son divisibles entre dos? Ningún niño responde nada. El manual de profesor idiota dicta en estos casos que se tiene que dirigir la cuestión a un niño en concreto. ¿Fred? Sé que me puedes decir cuántos de estos números son divisibles entre dos. Fred Tate, el protagonista superdotado, alza la mirada y se limita a responder: todos. Lejos de ser superdotado, y en aras a defender la cultura que siento propia y que has atacado, déjame que te regale un momento de epifanía lingüística: todas las lenguas son regionales. Todas. Todas las lenguas se hablan en una o varias regiones de este planeta. No hay una sola lengua que conozcan los 7,53 miles de millones de terrícolas y no hay un solo terrícola que hable las aproximadamente 6000 lenguas que existen en la actualidad. La universalidad de las lenguas es un mito fundacional de aquellas que tienen un mayor número de hablantes pero, en realidad, todas las lenguas poseen su comunidad lingüística y todas las lenguas se utilizan en determinadas regiones. Eso sí, lo único que es universal es la ignorancia.
Los seres humanos somos como cebollas. Y no lo digo sólo porque tengamos la maligna capacidad de hacer llorar a otras personas. Mi afirmación se refiere, sobre todo, a que nuestra estructura cultural está formada por capas. Nuestra identidad, por ejemplo, se adhiere a la piel en forma de capas. Quizás nos sentimos de un país, pero también de una zona, de una ciudad, de un barrio… Nos podemos sentir también formar parte de naciones sin Estado o podemos sentirnos rechazados por el Estado al que pertenecemos por nacimiento, pero no por adscripción sentimental. Nuestros intereses culturales se superponen como capas en nuestra visión del mundo. Y las lenguas que hablamos se sitúan unas encima de las otras en función del uso diario que les damos. El problema se da cuando en el espacio público surgen personas que pretenden que su capa lingüística superior, o su ideología política, o su género, o su orientación sexual, o su origen, o sus sentimientos de pertenencia, aplasten literalmente a las capas lingüísticas, políticas, de género, de orientación sexual, de origen o de sentimientos de pertenencia de otras personas. A eso se le llama supremacismo, fascismo, machismo, xenofobia, homofobia o intolerancia. Y cuando alguien cree tener ese derecho, hay que recordarle dos cosas: que las capas en las personas son únicas, irrepetibles y no negociables, y que todos los números son divisibles entre dos. Otra cosa es que el resultado sea un número entero o la realidad resulte sencilla de entender. Por cierto, si haces una encuesta con una pregunta dirigida, asegúrate de que la vas a ganar. Es como preguntarle a tu amante después del coito si cree que eres el mejor amante del mundo. Resulta, cuanto menos, arriesgado. Especialmente en ese caso, cuando la lengua resulta más útil que nunca y no suele generar conflictos. Y si es bífida, mejor.
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