Blog Societat Anònima

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El Blog Societat Anónima empezó su andadura en el 2010, un año convulso en el que a raíz de la famosa sentencia del Tribunal Constitucional contra el Estatut de Catalunya muchos sentimos que se había llegado a un callejón sin salida. Por parte del estado español no parecía existir la más mínima voluntad de aceptar determinadas reivindicaciones históricas y de lograr un mejor encaje de Catalunya en España. Cuando alguien se siente excluido, incomprendido o, incluso, menospreciado, hay varias opciones. En mi caso, lo tuve claro desde el principio: escribir.

Juntar letras para que den forma a ideas, sólo requiere tiempo y voluntad. De lo primero tengo poco pero voluntad, creo que no me falta. Un blog en estos años en los que los seres humanos nos hemos hiperconectado a una realidad virtual, que a veces da la impresión de alejarse demasiado de la real, se me antojó como la mejor opción. La escritura me ha permitido conocerme, me ha dado esos segundos de respiro para intentar comprender cómo es esta sociedad en la que me ha tocado vivir y de qué manera debo afrontar la experiencia de crecer junto a otras personas que quizá vivan la madurez con parecida confusión y desorientación. Nadie dijo que esto fuese fácil. Nos enseñaron a sumar, a multiplicar, a leer y a escribir. Pero no nos dieron un manual de instrucciones para conseguir convertirnos en ese adulto ideal que seguramente jamás ha existido. Al final, todos improvisamos. En ese camino, unos crean y otros destruyen. Y aunque la segunda opción quizá sea la más sencilla, crear partiendo de la nada y enfrentarte a tus fantasmas a través de la literatura digital resulta extraordinariamente divertido. De alguna manera, la democratización que ha fomentado la red permite huir de la narrativa oficial. Ahora hay miles de bloguers, de youtubers, de ciudadanos más o menos anónimos que conquistan sus pequeños espacios en el que se expresan con libertad.

¿Por qué Societat Anònima? Me gustan los juegos de palabras y además, de alguna manera, tengo ciertos reparos ante el escaparate mediático que nos acosa. El anonimato es el estado natural de todo ciudadano, mientras que la fama es un constructo en el que adscribimos cierta idea de éxito social con la que me siento incómodo.

Ciertamente vivimos una época complicada. La economía, la política, la religión, las relaciones interpersonales han explorado unos territorios peligrosos. Es como si la filosofía low cost se hubiese apoderado de nuestra manera de construir modelos sociales. Y en medio de esa opereta de máximos beneficios con el menor coste, cuando las cosas se quieren aquí y ahora, sin dar demasiado tiempo a la reflexión, es cuando las redes sociales han pasado de la nada al todo en sólo un instante. A duras penas hemos aprendido a relacionarnos con nuestras parejas, con nuestros hijos o con nuestros compañeros de trabajo y ahora resulta que el número de seguidores se ha convertido en un barómetro social. Es cierto que, como adultos, llevamos años socializándonos, aprendiendo a trabajar en equipo, sabiendo que la generosidad es un valor y que el respeto es necesario siempre y en cualquier lugar. Sin embargo, estos conceptos que normalmente aplicamos en la vida real, quedan en suspenso cuando se trata de escribir tuits o mostrarnos al mundo a través de un selfie en el que fingimos sonreír. Prejuicios, estereotipos, fobias, insultos, machismo, mala educación, todo tiene cabida en ese ágora universal que son las redes sociales. Y nuevamente se nos plantean dos grandes opciones: dejarse llevar por la agresividad o utilizar en nuestra visión del mundo la mejor herramienta con la que la experiencia nos ha dotado. ¿Y cuál es esa herramienta? El sentido del humor. Ante los despropósitos de la clase política, de unos medios de comunicación dispuestos a lamer la mano de quien paga y de algunos ciudadanos acríticos con una enorme capacidad para el insulto, nos queda la risa. Y con ella la ironía y la sensación de que el mundo es tan absurdo que lo mejor es hacer una carta. Una carta que empiece con un estimado, o no.

Àlex

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