No odio a Velázquez, ni a Goya. No odio a Picasso. No odio a Ribera, ni a Sorolla. No odio el Museo del Prado. No odio el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Al fin y al cabo, lo pagamos entre todos. Tampoco odio el Museo de Cera de Madrid a pesar de que el muñeco de Iniesta parece un personaje de La familia Addams.
No odio a Cervantes, ni a Quevedo. No odio a Góngora aunque tuviese esa cara de mala hostia que todos conocemos. No odio a la generación del 98, ni a la del 27. No odio a Miguel Hernández, ni a Machado, ni a Lorca. Por no odiar, no odio ni a Pemán, ni a Sánchez Mazas.
No odio a Falla, ni a Chueca. No odio a Arrieta o al maestro Rodrigo. No odio el flamenco, ni odio el pasodoble. De hecho, creo que una de las visiones más tiernas que se puede tener en verano es ver bailar un pasodoble a dos viudas en una fiesta de pueblo. No odio a Sabina, ni a Melendi, ni a Alejandro Sanz. Tampoco odio a Bunbury, a pesar de que me cae como un día de lluvia cuando estás resfriado. Por no odiar, no odio ni a Bertín Osborne. Y eso que sus rancheras deberían ser investigadas por el Tribunal de la Haya, haya o no, precedentes.
No odio a Rafa Nadal, ni a Fernando Alonso. No odio a ningún deportista español. No odio al Real Madrid aunque quiero que pierda hasta en los entrenamientos. No odio a los que gritan “Puta Barça y Puta Cataluña” en los estadios. Bastante tienen con su falta de imaginación. No odio a los que se tatúan el toro de Osborne, especialmente si se atreven a hacerlo en una zona dolorosa.
No odio la Giralda, no odio El Escorial. No odio la Catedral de León, ni la de Burgos. No odio el románico español, ni el gótico. No odio ni un sólo monumento que esté dentro de los límites territoriales de España. Ni siquiera odio el número 13 de la Calle Génova de Madrid y eso que cada vez acojona más.
No odio la cornisa cantábrica, ni la meseta. No odio el Guadiana. No odio el Manzanares. No odio la costa gallega. No odio el islote de Perejil, ni el Peñón de Gibraltar (ups… mal ejemplo).
No odio el gazpacho, ni la paella. No odio la fabada asturiana. No odio el jamón ibérico. No sólo no odio la horchata, sino que además me la bebería a litros. No odio la tortilla de patatas, no odio los callos a la madrileña, no odio los churros con chocolate a las siete de la mañana, ni el relaxing cup of café con leche en la Plaza Mayor (preciosa, por cierto). No odio a un sólo cocinero español, ni siquiera a Chicote cuando sale del restaurante cabreado para hablarle a la cámara, aunque parezca un zombi de The Walking Dead.
No odio a España. Ni de coña. Jamás. Porque los Jiménez Losantos, los Antonio Burgos, los tertulianos ultrafachas de Intereconomía o 13TV, los Werts, los Margallos o los Rajoys no lo han conseguido. No han logrado que pierda el tiempo odiando algo que está en mi cultura y aquello con lo que he crecido. Y a pesar de sus esfuerzos por intoxicar, por insultar, por menospreciar, por ningunear, por convertir el mundo en buenos (ellos) y malos (los demás) no lo han conseguido. No han podido obtener el secreto placer de que catalanes como yo odiemos a España. Porque no es lo mismo odiar que rechazar.
Por eso rechazo el colonialismo, la imposición, la agresividad, la amenaza permanente, la violencia verbal (y, por supuesto, la física). Rechazo la demagogia, la tergiversación, las portadas incendiarias y los informativos tendenciosos. Rechazo que no me quieran escuchar si hay una urna por medio y la pregunta incomoda. Rechazo que parezcan invisibles en algunos telediarios las manifestaciones de centenares de miles de personas. Rechazo los servicios de mierda que nos ofrece el Estado español y rechazo que no existan esperanzas de que esta situación cambie. Rechazo que los catalanes no podamos abrir oficinas en el extranjero cuando el Ministerio de Exteriores ha puesto en la internacionalización de la cultura o de las empresas catalanas el mismo interés que pone Homer Simpson en una exposición de Jackson Pollock. Rechazo los mundos binarios del tipo, o estás conmigo, o estás contra mí. Rechazo que se mienta diciendo que hay fractura social en Catalunya. Rechazo la tradicional imposición cultural del nacionalismo español presente en tantos y tantos documentos históricos. Rechazo a los salvapatrias, a los nostálgicos de la dictadura, a los iluminados y a los patriotas con cuentas en Suiza u offshores en Panamá. Rechazo que no pueda quejarme sin ser etiquetado como victimista. Rechazo que pienses que yo pienso que los catalanes somos mejores y que no nos equivocamos nunca. Rechazo que pienses que yo pienso así. En definitiva, rechazo que pienses por mí o que me des consejos que no he pedido.
Pero no odio. Sólo rechazo. Rechazo lo que no me gusta. Algún derecho tendré a eso, ¿no? Y a ser independentista, también. Por supuesto.
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